domingo, 25 de mayo de 2008

Dedicado, por razones evidentes, a mi madre.

Recuerdo cuando fui a la peluquería con una foto de Tom Cruise para que me hicieran su peinado. Tenía edad suficiente como para que me de vergüenza decirla. Este actor ha cambiado mucho de peinado, creo que era el que llevaba cuando hizo Cocktail.La semana anterior volvía del colegio con niñas de mi clase, y cuando ellas sacaron una revista de chicas y se pusieron a comentar sobre los chicos de las fotos yo les dije que eran unas bobas, que eran chicos normales. Pero me fijaba en los rasgos sobre los que más comentaban, me alegraba ver que podía gustarle un tipo con esa nariz. Ella también se fijó en él, y no parecía importarle que la tuviera torcida.
Estaba en la silla con la foto tamaño A4 en mis rodillas, sobre la capa por la que resbalaría mi pelo. La peluquera me preguntó -¿Entonces?- y yo le contesté con timidez que sí. Hubiera deseado tardar más, porque tenía su cadera pegada a mi brazo, y esa fue la primera vez que noté el roce de una mujer, o que notándolo, sentí algo.
Yo era un chico delgado, de media altura, con el pelo muy liso y fino y esa semana me había salido uno de mis primeros granos.La peluquera empezó a indagar sobre mi cráneo, lo miraba y miraba la foto. Miraba a Tom, sus ojos verdes, su onda en el tupé, su sonrisa tan blanca. Me miraba a mí y yo sentía vergüenza de mis patillas largas y descuidadas. Mi madre estaba justo detrás mía. En el espejo vi que estaba distraída leyendo una revista, tenía la cabeza apoyada sobre un pilar de la pared. Habían terminado de lavarle el pelo a una señora y le colocaban un gorro de goma en la cabeza, ahora se sentaría a mi derecha. No había más asientos. La pila donde lavaban el pelo era una para las manos, una de las de cualquier casa, sólo le habían añadido el cable y el mango de la ducha.La chica empezó a cortar, descargando por abajo. Cuando llegó a la parte de arriba paró y miró a mi madre. Ella le dijo que no quería saber nada, que me preguntara a mí. Cortaba y miraba la foto. Me miraba y miraba a Tom, se detenía unos segundos y retenía la imagen intentando llevarlas hasta mi cabeza. Luego miraba por mi sien, por detrás de las orejas y emitía un chasquido. Yo movía las rodillas nerviosamente y vigilaba la puerta. Miraba al suelo y veía las matas de pelo. Una a la izquierda estaba iluminada por un haz de luz que pasaba a través de la cortina. La cortina dividía esta habitación del resto de la casa, se oía música al otro lado. Nunca le perdonaría a mi madre que me trajera a una peluquería de señoras. Al menos era seguro que no entraría ningún compañero de clase. Aunque quizás me dolería más verlo contar por los labios de una niña.A la señora de al lado le sacaban con largas pinzas mechones por los agujeros del gorro. Se quejaba gritando de esa manera muy típica de nosotros, los andaluces, para después hacer alguna broma. – ¡Ay, ay!- decía a la chica que estaba con ella. Mientras la mía no dejaba de dar vueltas alrededor de mí, como perdida; de manera que cuando sintió mi mirada sobre ella dijo que era algo muy difícil, que cada pelo es distinto, que nunca conseguiría ese volumen. Y mientras lo decía me acariciaba el bulto que tengo en el lado de la cabeza.
Dio tres pequeños cortes más y dijo que había acabado. Bajó los brazos, con las tijeras en una mano y el peine en la otra, me miró la cabeza y después miró a mi madre, lo que creo que a ella no le gustó demasiado. Agradecí que no me mirara a mí. Le contesté a su pregunta que estaba contento, haciendo como que me interesaba mucho verme en el pequeño espejo que ella sujetaba para que me viera el cogote. - De todas formas, niño, vas a necesitar kilos y kilos de gomina – dijo.Miré a mi madre antes de levantarme de la butaca, ella abrió el bolso y buscó algo, me miró como si tuviera que pagar un cristal que hubiera roto, pero sin ningún reproche, como diciéndome que pagaría todos los cristales que rompiera en mi vida. Me acerqué a ella y en vez de frotarme en la nuca apoyo su mano sobre mi espalda.- Ahora entramos en el súper - me dijo.


Os dejo el cuento del que partió el mío por si quereis leerlo. Seguro que os gusta.

Recuerdo cuando intentaba imitar la sonrisa de Burt Lancaster después de haberle visto con Gary Cooper en Veracruz. Durante muchos días estuve practicando en el patio de atrás. Serpenteando por entre las tomateras. Riendo con todos los dientes al desnudo. Riéndome de esa risa. Alzando el labio superior para descubrir los dientes.Después de practicar esa sonrisa durante unos cuantos días intenté utilizarla ante las chicas de la escuela. Ellas no parecían ni enterarse. Forcé mi interpretación hasta que empezaron a producirse extrañas reacciones entre mis compañeros. Miraban fijamente a mis dientes, y asomaba a sus ojos una expresión asustada. Ya no me acordaba de lo feos que eran mis dientes. De que uno de ellos lo tenía podrido, de color pardo y montado encima del diente roto que estaba a su lado. De hecho, había llegado a estar convencido de que era poseedor de una hilera de perfectos y perlados dientes como los de Burt Lancaster. Como no quería asustar a nadie, dejé de reír en cuanto me di cuenta de lo que pasaba. Sólo lo hacía cuando estaba solo. Poco después dejé de hacerlo incluso a solas. Volví a mi cara vacía.
Sam Shepard
( “ Crónicas de motel “ )

lunes, 7 de abril de 2008

Latitud


-La conocí en un bar, en un puerto del Pacífico este. Ese día teníamos permiso en tierra y los compañeros y yo tomábamos unas cervezas para celebrar que pronto volveríamos a casa. Habíamos bebido bastante. Como el camarero tardaba me acerqué a la barra a pedir. Mientras esperaba me di la vuelta y la vi sentada junto a la entrada. Llevaba una rebeca roja y una blusa blanca muy limpia.
-¿Y usted señora Brown?-preguntó el periodista-. ¿Qué recuerda de aquel día?
El periodista vio el perfil del marido. Miraba con atención a su esposa, a su izquierda, junto a él en el sofá.
-Bueno, señor. Ya le ha dicho mi marido donde fue. Recuerdo que habían estado montando mucho alboroto. Se les veía en la penumbra, al fondo del bar. Creo que su luz estaba fundida. Habían levantado varias veces las jarras para brindar. Recuerdo que el camarero casi se resbala una de las veces de lo mojado que estaba el suelo. Yo no le vi hasta que me llamó. Recuerdo que había estado lloviendo y había quedado una tarde preciosa. Yo apuntaba algunas cosas en unas servilletas. ¿Verdad Dan? Tonterías supongo. Luego él se me acercó, me manchó la blusa. Pero luego estuvo encantador. Linda miró a su esposo y éste le devolvió una tierna sonrisa.
El periodista trabajaba para el diario local desde hacía poco. Estaba encargado de las sección “Matrimonios Dorados “. Entrevistaba a matrimonios de Smithville. Matrimonios consolidados por varias decenas. Matrimonios estables, familias felices.
-Yo siempre fui un culo inquieto -comenzó el hombre de nuevo-. En realidad nací en Tennessee, pero una vez que vi el mar supe que era lo mío. Sin fronteras. No quería pasarme la vida en un campo de maíz. Así que cuando pude me embarqué. Alejandría, Barcelona, Nápoles, Río de Janeiro, Bangkok…sí, señor Johnson, he navegado por todo el mundo. Pero ya sabe, siempre hay alguien que le corta el vuelo a las águilas -sonrió a su esposa y le guiñó un ojo. Ella le devolvió una sonrisa con cariño.
El periodista le interrumpió y habló la señora Brown. -Bueno, yo estudié en la universidad, mis padres podían permitírselo. Después llegó la loca juventud. Usted aún es muy joven para saberlo. Me metí en el Circo Americano e hicimos una larguísima gira por Asia. Actuábamos a veces para los marines. En Manila conocí a Dan.
Ella era una mujer delgada. Conservaba aún un culo respingón. Un corto flequillo le caía por la frente, y por los lados, cuadrado, le tapaba las orejas. Parecía un corte para disimular el tamaño de su cabeza, que quizás llamaba más la atención de lo que ella deseaba. Él parecía haber sido un tipo atractivo. Pero ahora en vano intentaba disimular cierta calvicie con un extraño peinado. Tenía algo de papada y se movía demasiado torpemente para su edad. Eso sí, tenia una penetrante mirada azul.
-Sí. Recuerdo nuestra primera cita. Fui a buscarla al circo. Llegué antes de la hora, y pensé en echar un vistazo por ahí. Ensayaban en la carpa central. El túnel que conectaba con la arena de la carpa estaba desenganchado, así que pude entrar por el acceso por donde llegaban los animales, ya sabe, los tigres, elefantes, y todo lo demás. Subí la pequeña cuesta de arena y me la encontré allí girando alrededor del círculo de la carpa.
- Estaba ensayando un número. Estaba de pie sobre el lomo de un caballo blanco-intervino ella.
-Sí, como haciendo un Cristo, ¿sabe señor Johnson? -dijo él-. Sentí el impulso de decirle: Eh. ¡Tú! Bájate de ahí -miró a su esposa con cariño-. Yo me puse nervioso. Recuerdo que empecé a agitar los brazos y que algunas de las margaritas del ramo empezaban a caer a mis pies.
-Pero yo te sonreía desde que te vi entrar, cariño
-dijo ella.
-Sí cariño.
Ella se levantó y cogió la bandeja que estaba sobre la mesa camilla que había entre el periodista y ellos. El periodista se encontraba a más altura que el señor Brown. A pesar de que el señor Brown era más alto se encontraba hundido en el sofá, mientras que el periodista se mantenía erguido al respaldo de la silla.
-¿Más té? -le pregunto la señora. El periodista contestó que no y se giró un poco para seguir sus pasos hacia la cocina. Se fijó en las paredes. Habían pasado de blancas a un blanco más bien pardo. A su izquierda había un marco que contenía hojas de pasaportes selladas en muchos países. Un poco más atrás, bajo una pila de revistas había un libro. La televisión, sin volumen, seguía encendida.
Cuando giró la cabeza el señor Brown le estaba mirando fijamente, parecía estar escrutándolo.
-¿Sabe señor Johnson? Los artistas son gente curiosa, no saben lo que quieren. Volvió a mirar al periodista por unos segundos. Esperó y gritó: -Cariño, ¿puedes traerme a mí una cerveza?
-Cuando abandoné el puerto ella se quedó durante unas semanas en Filipinas. Nos escribíamos constantemente. Me insistió y me insistió, pero yo nunca he sido un caso fácil. Al final consiguió convencerme. Más bien me dio un ultimátum, ya sabe como son. Pero al fin ambos lo dejamos y nos instalamos aquí. Sus padres vivían muy cerca. No fue fácil para nosotros porque ella había estado varios años sin hablarse con su padre cuando lo dejó todo para intentar llevar una vida bohemia.
El señor Brown se levantó con esfuerzo dijo algo de la humedad y los barcos y que iba al baño. El periodista tomaba notas cuando ella llegó. Ella aún estaba sacando los vasos y la lata de la bandeja y pasándolos a los posavasos cuando el periodista le dijo:
-Señora Brown. Me gustaría hacerle una pregunta.
-Dígame señor Johnson.
-¿Por qué?¿Por qué lo dejaron todo?
-Bueno señor Johnson
-hablaba sin levantar la vista de la bandeja-. Como habrá podido ver mi marido es un gran hombre. Después del accidente yo intenté convencerle por todos los medios. Él es un hombre de carácter, no le gusta que se apiaden de él.
-¿Que accidente señora Brown?
-Me extraña que no se haya dado cuenta, joven, siendo usted periodista.
-Este accidente señor Johnson
. El señor Brown aún no había cerrado la puerta del baño, con una mano terminaba de subirse la cremallera. La palma de la otra la tenía cara al periodista. Los dedos estaban extendidos, demasiado separados. Sólo había tres. Le faltaban el pulgar y el índice.
-Verá señor Johnson, fue cerrando una válvula. Un compañero no la había vaciado por completo. Solté la rueda y se me quedaron enganchados. Mis dedos salieron volando y chocaron contra la pared. Dejé un reguero de sangre tras de mí. Mi compañero no reaccionó, lo recuerdo bien. Yo estaba en shock, pero él no reaccionó. No pudieron hacer nada para recuperarlos. Yo era jefe de maquinas allá abajo, y me fue imposible continuar así.
-Luego nos vinimos aquí -continuó ella-. Aquí, en esta parte de Maine, el mar le coge demasiado lejos, pero él nunca se ha quejado. Le dirigió una tierna mirada a su marido. -Mi padre se portó muy bien, y bueno, ya luego llegaron los niños y todo lo demás, ¿verdad Dan?
-Nuestros hijos viven todos en el oeste
–continuó el-. El mayor ha seguido mis pasos dijo, y sacó una gran sonrisa. Pronto me superará -miró hacia el marco con los pasaportes sellados-. Pero claro, los barcos de hoy en día no tienen nada que ver con los de hace treinta años. ¿Verdad, señor Johnson? Él incluso ha pisado la Antártida -esto último lo dijo asintiendo, botando la cabeza por un largo momento-. El mediano es gerente en una fábrica de conservas. Es el único que nos ha dado nietos, por ahora. Dos preciosos y rubios mellizos. Su mujer trabaja para una emisora de radio. La menor está haciendo un curso de…perdone señor Johnson, siempre olvido la palabra, flori… eso es cariño, floricultura. Estudió Filosofía.
-¿Se quedará usted un rato más señor Johnson? –añadió-. Aún tenemos muchas anécdotas que contarle ¿Verdad cariño? Como cuando Ben y yo os trajimos a ti y a Brenda ese enorme pargo ¿Recuerdas cariño? ¿Recuerdas que no cabía en la sartén y no sabíais como cocinarlo?. Ella asintió y le sonrió tímidamente.
-Sí señor Johnson, el nuestro ha sido un matrimonio muy feliz -miró a su mujer, buscó su mano en el sofá y la apretó.
El periodista les sonrió de manera boba, permaneció unos segundos y se levantó. Le estrechó la mano al señor Brown, inclinó levemente la cabeza a la señora y se marchó.

viernes, 28 de marzo de 2008

lunes, 11 de febrero de 2008

Eran las seis de la mañana cuando la señora Rosado dejó el barrio. Tomó un taxi con sus hijos y no volvió nunca más. La señora Rosado ganó ocho millones trescientos veinte mil euros a la lotería y abandonó el barrio donde había vivido veinticinco años.
Ella limpiaba casas. Tenía unos hermosos hijos, todos morenos, sanos. Era la mujer más baja de su barrio y lo dejó estando a oscuras, no tuvo que ver la terrible luminosidad de tanto ladrillo ni el inquietante gris del cemento.
No volvió jamás, pero invitó a sus más cercanos a ir a verla.
Lo primero que hizo fue ir a un centro de belleza. Le asearon, peinaron, hidrataron, le hicieron la manicura. El centro tenía grandes cristaleras, las paredes eran rosas y parte del mobiliario amarillo combinado con negro. Tuvo a cinco mujeres trabajando al mismo tiempo para ella, pero no consiguieron quitarle los callos más duros de las manos.
Pero no importaba, le quedaba mucho dinero para volver.
Al poco, una vez instalados en su nueva casa, fueron a cenar al restaurante más caro de la ciudad, lo buscaron en una guía. Ocuparon la mesa mas centrada del salón. Un salón de cálidos tonos pasteles. Allí estaba ella, con sus tres hijos, cuando le pusieron el bogavante a cada uno. Se quedaron todos mirándolo, y después se miraron unos a otros. El menor de todos vio su pequeño cuenco con agua y un poco de limón y metió la mano. La madre le regañó.
Pero no importaba, aún tenían mucho dinero para aprender.
Se les encaprichó un barco. El día que el ingeniero se lo entregó ellos fueron al puerto con todo preparado, ropa, equipamiento, chalecos. Iban tan guapos. Ropa azul y blanca. Pero tras entregárselo el ingeniero se marchó, y les dejó allí, de pie. No sabían que hacer, pero el niño pequeño toco una cuerda y cayó la vela mayor. Un trozo de la vela golpeó al mediano y le hizo un chichón. La madre le regañó.
Pero no importaba, aún les quedaba mucho dinero para aprender.
Fueron admitidos en un selecto club. La recepción ya estaba preparada. Todos esperaban de pie a los Rosado. El club estaba decorado con suaves colores champagne. Pero la señora Rosado se pasó toda la noche echada en la cama, llorando. Los niños cenaron en la cocina como si nada. Se portaron muy bien, se pasaron la comida unos a otros con mucha educación.
Pero no les importó, tenían aún mucho dinero para otra invitación.

martes, 29 de enero de 2008

El ciclista

Hoy ha vuelto a seguirla. El ciclista, que en una ocasión fue segundo en el Tour de Francia, no ha podido resistirlo. Sabe que no está bien, pero lo hace por una cuestión de perseverancia: se ganará el amor de ella por meritos.
El ciclista es un hombre delgado, ha bajado de los sesenta kilos ( hay que recordar que era escalador ) y tiene las líneas de expresión de la frente muy marcadas. Viste de manera ligera y las suelas de sus zapatos están gastadas por delante.
Ayer estuvo más de una hora en un bar esperando a que saliera de casa. Estaba en la barra, y el camarero le llamó la atención por llevar allí tanto tiempo sólo con un refresco. La barra estaba llena de botellines y vasos, vacíos o casi vacíos. Cuando fue al baño temió perder demasiado tiempo y dejó la puerta abierta. Una señora pasó por delante. Le vio de pie, delante del urinario, y le comentó que debía cerrar la puerta.
A las cuatro y media, cuando sólo quedan un par de horas de luz, ha salido de su casa. El ciclista no ha perdido momento y ha salido tras ella. Sus manos sudan agarradas a ese folleto que no tiene tiempo de tirar. Ella vive en la parte más alta de la ciudad. Callejean rápidamente. Giran una vez a la izquierda y otra a la derecha. De nuevo a la izquierda. Los tacones de ella sortean los huecos de los adoquines mientras las suelas de él resbalan ligeramente en los más gastados. El ciclista ya está más cerca de ella que nunca, sus espesas cejas están sudadas. Pero, al cambiar de calle, la encuentra abrazada a un hombre. Se besan con pasión y cuando se separan un poco su broche con forma de flor se ha arrugado. Ella dobla el cuello para mirárselo, y él le levanta el mentón con dos dedos y le da un beso en los labios. La tarde ha sido estupenda para ellos, han ido al cine, a tomar un helado y han hecho el amor en casa de él. Quizás, quién sabe, hayan encargado comida de un restaurante a domicilio.
Minutos después del beso el ciclista habla con su mejor amigo desde una cabina. Éste le dice que han quedado todos, Chema, Blas y él mismo, que pasaran a recogerle. Los hombres andan con tranquilidad y de vez en cuando cantan canciones de anuncio en voz baja. Sus sombras miden varios metros proyectada en éste edificio, ya que abajo, anclada en el suelo de la calle una luz les enfoca. Un niño se asoma al balcón. El grupo de amigos parece formar un rombo y es el ciclista el más retrasado. El niño tiene unos cuatro años, y cuando pasan bajo su balcón les dice hola y les saluda con la manita. Los hombres le miran por un momento y le devuelven el saludo con la mano